Comentario
Como se sabe, a lo largo de la guerra, las divergencias de los aliados no hicieron más que incrementarse. En teoría, todos ellos estaban de acuerdo en dos principios esenciales: el castigo de los responsables de la guerra -los principales dirigentes nazis-y la creación de una nueva organización internacional destinada a evitar la repetición de las guerras.
Tras la Primera Guerra Mundial, no se habían aplicado apenas sanciones efectivas a los vencidos, a pesar de haber sido solicitadas por los británicos. A cambio, se llegó a la aprobación de una legislación internacional que prohibía el uso de gases tóxicos y establecía determinados requisitos en la guerra submarina; el primer acuerdo fue mantenido por los beligerantes en el segundo conflicto mundial, pero no así el segundo. Durante éste, fueron los norteamericanos quienes más insistieron en el juicio de los culpables, mientras que Churchill pareció dispuesto a la ejecución sumaria de los principales culpables.
El juicio se inició a fines de 1945, en la ciudad de Nuremberg, que había presenciado los más sonados congresos del partido nazi, y concluyó un año después. En general, puede decirse que la función de ejemplaridad quedó cumplida: como resaltó el juez norteamericano, aquél fue el primer juicio por crímenes de guerra de la Historia de la Humanidad. Al mismo tiempo, sin embargo, se cometieron errores parciales, como juzgar a ausentes y no hacerlo con empresarios, inventar el delito de "conspiración para cometer crímenes de guerra" o criminalizar organizaciones en su conjunto, como las SS. De cualquier manera, de esta forma se sentaron unos principios de ética universal que habrían de resultar de considerable trascendencia.
La moralización de la sociedad internacional en la que, al menos en teoría, coincidían los vencedores en la guerra, venía acompañada por el establecimiento de una organización internacional destinada a asegurar en el futuro la paz por medios pacíficos. En realidad, los fundamentos de la Organización de las Naciones Unidas deben encontrarse en las declaraciones de los aliados anglosajones a partir de 1941 -Carta del Atlántico- siendo tardía la manifestación de la voluntad soviética de sumarse a esos propósitos. La fundación de la ONU tuvo lugar en junio de 1945, tras la Conferencia de San Francisco, suscribiendo su carta una cincuentena de Estados. También en este punto cabe atribuir una influencia decisiva a los norteamericanos, que querían una entidad capaz de tener una actuación más decisiva que la precedente Sociedad de Naciones.
Fue una muestra de realismo la creación, por una parte, de una Asamblea General, destinada a reunirse una vez al año; por otra, la de un Consejo de Seguridad, formado por quince países, dos tercios de cuyos miembros eran electivos, mientras que los cinco permanentes tenían derecho de veto. Eran estos "cinco grandes", aparte de la URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos, Francia -cuyo papel de primera potencia fue cuestionado por Gran Bretaña- y China, propuesta por Estados Unidos. Al margen de que la ONU distara de cumplir sus objetivos en las circunstancias de guerra fría, no cabe la menor duda de que su mera existencia contribuyó a evitar enfrentamientos más graves en los años siguientes.
Un acontecimiento del pasado puede ser objeto de una reconstrucción histórica objetiva, desapasionada y fría, pero, al mismo tiempo, sobrevivir en la memoria individual. La colectiva, que es la suma de las experiencias vividas por todo un grupo social o nacional, no permanece inmóvil sino que, con el transcurso del tiempo, se modifica. De este modo, es expresión ella misma del cambio y puede influir sobre él de forma decisiva.
La memoria de la Segunda Guerra Mundial ha jugado un papel esencial en la Historia de la Humanidad a partir de 1945. No pueden entenderse las relaciones internacionales en esta etapa sin tener en cuenta hasta qué punto, sobre los dirigentes democráticos vencedores en el conflicto, quedó grabada la idea de que una cesión frente a un adversario caracterizado por su brutalidad y falta de escrúpulos significaba un error que podía ser pagado inevitablemente con el transcurso del tiempo. La guerra fría, en definitiva, se explica por el temor a la repetición de los sucesos de Munich en 1938. De ese modo, sin embargo, se llegó a tener una visión a menudo incorrecta del adversario soviético.
De todas las maneras, para los vencedores la guerra constituyó algo así como la última guerra "buena", cuyos objetivos merecieron la pena. Esa percepción ha permanecido constante incluso cuando aparecieron otros conflictos de significación mucho menos positiva, como Vietnam. Aun así, no puede decirse que la memoria de la guerra haya sido idéntica en el caso de todos los vencedores. Para la Gran Bretaña de la posguerra, muy pronto sumida en una decadencia que le llevó incluso a cuestionar su propio papel como Imperio, la guerra fue algo así como una solemne despedida del primer plano de la Historia. La novela de Evelyn Waugh titulada Retorno a Brideshead resulta muy expresiva de ese decadentismo. En Estados Unidos, la memoria de la participación en la guerra ha durado mucho tiempo como motivo de orgullo nacional y apenas si ha sido cuestionada a fondo. Incluso, más de cuatro décadas después, en un película de enorme éxito como La Guerra de las Galaxias, de Spielberg, los cascos de los guerreros del Imperio del Mal recordaban a los de los alemanes durante la contienda iniciada en 1939.
La autocrítica, tan característica de la experiencia colectiva de los norteamericanos durante los años setenta y comienzos de los ochenta, apenas ha afectado a esta memoria positiva. Se ha reducido a cuestiones no cardinales, como el racismo antinipón o el diferente trato del soldado negro, el maltrato a la minoría japonesa, el uso de la bomba atómica, etcétera. En cuanto a la URSS, sin el nacionalismo engendrado por la resistencia victoriosa y enormemente sufrida ante el invasor alemán, no se puede comprender la voluntad expansionista de la posguerra ni el componente patriótico de la vida cultural que resultó perceptible incluso en la obra del director cinematográfico Eisenstein, autor, ahora, de una película sobre Iván el Terrible.
Pero resulta todavía más interesante examinar la memoria de la guerra mundial en los países vencidos, de la que hay que empezar por advertir que tampoco fue única sino plural y, sobre todo, resultó mucho más duradera y, en mayor medida, una modificación de la realidad. En Japón, por ejemplo, el poso esencial de la memoria bélica ha sido, como consecuencia del empleo de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, un pacifismo radical. Sin embargo, se ha avanzado mucho menos en la autocrítica, entre otros motivos porque la personalidad del emperador hubiera podido entrar en peligro ya que ejercía ese protagonismo en el momento del estallido de la guerra, aunque luego también lo jugara a la hora del armisticio. La necesidad de admitir y compensar los daños sufridos se ha planteado en una fecha muy reciente y no siempre ha encontrado una respuesta positiva. En Alemania, en cambio, este tipo de reacción autocrítica ha sido muy habitual y además se ha concretado en compensaciones, en especial a partir del momento en que, ya en la distensión, la República Federal de Alemania se sentía estable y aceptada por la inmensa mayoría de la comunidad internacional.
El juicio moral acerca de la experiencia del Holocausto ha formado parte esencial de la vida publica alemana, hasta el punto de que, de acuerdo con la legislación de este país, el afirmar que no existió persecución contra los judíos incluso constituye un delito. En los últimos tiempos -sobre todo, a fines de los ochenta- se planteó un debate acerca del grado de responsabilidad alemana. El historiador Ernst Nolte aseguró que el nazismo no podía ser comprendido sin la previa existencia del bolchevismo, que ya había inventado los campos de concentración antes de que Hitler los pusiera en funcionamiento. El filósofo Habermas interpretó estos juicios como exculpatorios del nazismo y quiso ver en ellos una necesidad de encontrar un adversario al Este que sirviera de justificación propia. En realidad, siendo nazismo y estalinismo variantes del totalitarismo, ninguno necesitaba del otro como acicate para la práctica de la barbarie.
La memoria más conflictiva quizá haya sido la de países como Italia y Francia, en los que se puede decir -como se ha indicado- que se produjo una auténtica guerra civil entre compatriotas. Pero esta realidad, que hoy resulta evidente para el historiador, ha tardado mucho en ser aceptada y, durante mucho tiempo, se ha mantenido la convicción de que los colaboracionistas fueron muy pocos y que su posición nació de una pura y simple traición, sin llegar a entender los factores políticos que la motivaron. De acuerdo con esta interpretación, en los momentos finales de la guerra se habría producido una auténtica sublevación popular, que habría contribuido de forma decisiva a la eliminación del invasor.
Este tipo de interpretación contrasta de modo fundamental con la interpretación histórica que ha quedado esbozada anteriormente. En realidad, los juicios realmente históricos acerca del papel de resistencia y colaboración en estos dos países han sido tardíos. La historiografía italiana sobre esta etapa no se inició hasta mediados de los años sesenta y el primer buen libro sobre el régimen de Vichy fue escrito por un norteamericano.
Con posterioridad, principalmente en Francia (pues en Italia siempre ha existido una literatura poco científica pero popular, muy condescendiente con el fascismo), se ha generado un amplio revisionismo que en ocasiones se ha convertido en reproche obsesivo. Se pueden mencionar algunos ejemplos acerca de este fenómeno. El libro de Bernard Henri Lévy La ideología francesa reprochó a una buena parte de la clase dirigente del mundo intelectual y periodístico de la posguerra haber tenido propensiones petainistas en un momento inicial. Más recientes han sido los escándalos en torno al presidente Mitterrand y al héroe de la resistencia, Jean Moulin. Una biografía de los primeros años de aquel dirigente socialista descubre sus orígenes burgueses, derechistas y católicos, que le llevaron a militar en movimientos de extrema derecha y a actuar como colaboracionista hasta fines de 1942, convirtiéndose tan sólo en resistente con ocasión del desembarco anglosajón en el Norte de África. En cuanto a Jean Moulin, fue convertido en héroe de la resistencia en una fecha relativamente tardía, a partir de 1954, y su memoria, impoluta durante mucho tiempo, se ha visto afectada por considerarle, en tiempos muy recientes, como un criptocomunista.
Lo característico de Francia es que este debate, que hubiera podido quedar limitado a los medios historiográficos, ha alcanzado gran relevancia popular. Así ha sido, merced a que estas cuestiones han aparecido con frecuencia en el cine. Ya en Hiroshima mon amour (1959), elaborada a partir de un guión de Marguerite Duras, Alain Resnais presentaba a su protagonista recordando un temprano amor con un militar alemán. Tiempo después, Louis Malle en Lacombe Lucien (1974), presentó la colaboración como un fenómeno inscrito dentro de la normalidad, tratamiento que también ha sido instrumentado, con posterioridad, por Claude Chabrol, en L'oeil de Vichy. De este modo, lo que hubiera podido ser tan sólo un debate historiográfico ha producido como consecuencia última un considerable impacto social.